Monserrat Hernández/Grupo Marmor
En una revisión histórica al año de 1863, encontramos en datos del portal digital del Gobierno de México que, durante el 26 de febrero de ese año, es expedido el decreto de extinción de las comunidades religiosas. Se da un plazo de ocho días para desocupar los conventos.
Señala el artículo que el presidente de la República en turno -Benito Juárez-, promulgó dicho decreto debido a que al gobierno se le dificultaba atender las exigencias de la administración y los gastos de guerra, por ello, la disposición de los conventos para convertirlos en hospitales de sangres y refugio para las familias de los heridos, lo que implicó la administración de sus recursos para cubrir gastos por el esfuerzo bélico.
La Iglesia era un poderoso enemigo de Benito Juárez, quien fue consciente de que había que hacerla a un lado para la consolidación del proyecto modernizador del Estado. Según el pensamiento liberal mexicano del siglo XIX, había que hacerse cargo de la administración de aspectos bajo el dominio exclusivo de la iglesia.
Solo así podía constituirse un gobierno republicano y laico. En ese entonces, los funcionarios demostraban cortesía y respeto a los clérigos a cargo de la educación, el matrimonio y la administración de cementerios y hospitales.
Por lo anterior, se argumenta que la decisión de profesión de votos es libre, pero contraviene la ley de libertad de cultos y es intolerable en una República popular. Las religiosas son restituidas a la condición civil y al goce de sus derechos naturales sin más limitaciones que las que prescriban las leyes del país.
Sin embargo, el decreto presentó la excepción de las ‘Hermanas de la Caridad’, quienes proporcionaban servicio a la nación en la administración de los hospitales. Cabe destacar que el gobierno consideró conveniente extender esta disposición a todo el país apoyándose en razones políticas, económicas y de conveniencia pública; con esto, disminuye el poder económico de la iglesia.