Fer Coronel/Grupo Marmor
Morelia, Michoacán; 15 de mayo del 2024.- El miedo a ser detenido por la policía es algo común para muchos. La idea de pasar una noche en la cárcel puede ser más aterradora que enfrentarse a una casa embrujada. Y hay una razón detrás de este temor: la fuerza pública representa el máximo poder en una democracia.
Este poder se manifiesta en la capacidad de imponer castigos penales, incluso contra nuestra voluntad, mediante la coerción (presión ejercida para forzar voluntades). De hecho, la fuerza pública es el extremo más radical de la coerción, utilizado históricamente por autocracias (forma de gobierno en el que la suprema ley es la voluntad de 1) para aplastar a sus opositores.
Para contrarrestar este potencial abuso de poder, la democracia establece límites claros para la fuerza pública. Cuando su uso es inevitable, se espera que sea aplicada de manera proporcional, justa y respetando los derechos humanos.
En teoría, el proceso para el uso legítimo de la fuerza implica la intervención progresiva de la policía, la fiscalía y los jueces, todos operando dentro del marco de leyes establecidas por el poder legislativo.
Sin embargo, en la práctica, la coordinación entre estos actores clave puede ser deficiente. Esto ha dado lugar a un sistema penal disfuncional, que a menudo conduce a la impunidad. La falta de sincronización y cooperación entre las diferentes ramas del sistema judicial puede resultar en una justicia tardía o, en ocasiones, inexistente.
Es fundamental abordar estas deficiencias y promover una mayor colaboración entre los poderes del Estado para garantizar que la fuerza pública se utilice de manera efectiva y justa, protegiendo así los derechos y la seguridad de todos los ciudadanos.