Redacción | Grupo Marmor
Cada vez que la silla de San Pedro queda vacante, se activa uno de los rituales más antiguos y enigmáticos del mundo: el cónclave. Bajo llave, literalmente y sin contacto con el exterior, más de cien cardenales se encierran en la Capilla Sixtina hasta que logren consenso sobre quién será el nuevo líder de la Iglesia católica.
El proceso, cuyo nombre en latín “cum clave” significa “con llave”, ha evolucionado desde su inicio formal en 1059. Antes, el papa podía ser elegido incluso por aclamación popular. Hoy, el voto se deposita solemnemente en una urna, precedido por la frase “Eligo in Summum Pontificem” (elijo como sumo pontífice).
Aunque en tiempos modernos la elección suele resolverse en pocos días, no siempre fue así. El cónclave más largo duró 33 meses, en Viterbo (1268-1271), donde incluso se les retiró el techo y se les dejó solo pan y agua para apurar la decisión. Esa experiencia llevó al Papa Gregorio X a crear las reglas que aún rigen el proceso.
Algunos cónclaves han sido verdaderos puntos de quiebre: el que eligió a Juan XXIII dio paso al Concilio Vaticano II; el de 1978 rompió esquemas con Juan Pablo II, un papa no italiano en plena Guerra Fría; y el de 2013 marcó el inicio del papado de Francisco, el primer latinoamericano y jesuita.
Lejos de ser un trámite, cada cónclave refleja tensiones internas, giros históricos y, a veces, hasta sorpresas. Pero en esta elección, ya se sabe: quién entra como favorito, pero al igual puede salir como cardenal.