El rastro de Chelo Silva entre cantinas

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El Bar Mancera aún conserva la elegancia de otro tiempo: vitrales, maderas finas, un piano antiguo y el aire solemne del hotel que alguna vez fue. A unos pasos, La Faena mantiene viva la tradición cantinera del Centro Histórico. Entre tragos y botanas, le cuento a un amigo una historia que parece salida de una leyenda urbana.

A mediados de los años noventa, el investigador Michael K. Schuessler visitó La Faena y presenció algo inesperado: en el pequeño escenario apareció una mujer que cantaba con la fuerza, el desgarro y la presencia de Chelo Silva, una de las grandes voces de la música ranchera. El mariachi era modesto, pero la interpretación impecable. El público celebró como si estuviera frente a la auténtica.

Al día siguiente, Schuessler compartió la anécdota con Carlos Monsiváis, quien le recordó un detalle imposible: Chelo Silva había fallecido en 1988. Intrigado, Monsiváis decidió acudir al lugar para comprobarlo. No era un fantasma, sino una de las imitadoras que surgieron cuando la noticia de su muerte tardó en difundirse en México.

Nacida en Texas en 1922, Chelo Silva llegó a México en los años cincuenta y alcanzó fama internacional tras grabar decenas de discos. Más allá del éxito comercial, dejó una herencia musical: canciones de despecho cantadas desde la rabia y la ironía femenina. Carlos Monsiváis describió ese estilo como un tránsito entre el dolor y el desafío, una fórmula que más tarde llevaría al extremo Paquita la del Barrio.

Salimos de La Faena cuando la noche ya pesa. El Centro Histórico se siente antiguo, casi espectral. Chelo Silva no volvió de la muerte, pero su voz sigue apareciendo donde mejor se le recuerda: entre cantinas, música y memoria.